A veces me pregunto que define a mi generación. ¿Será la hiperinflación de un Alan García flaco y motorizado? ¿O quizás las bombas de los terroristas? ¿La leche ENCI? ¿Las colas? ¿Los cambios de moneda? ¿El dólar MUC o el OCOÑA? ¿Vásquez Bazán? ¿La Barbie? ¿La evacuación masiva hacia los united estates de mis compatriotas? ¿Las tiendas Monterrey quizás? ¿O tal vez todas las anteriores? ¿O ninguna? Quién sabe. Lo cierto es que mi generación, la que veía la tele en blanco y negro, la que llamaba por teléfono desde esos aparatos en los que había que discar, que recogía su agua cuando había y veía tele sólo cuando NO había apagones, tiene algo que los jóvenes de hoy no tienen. Un claro sentido del fracaso.
Así de crudo lo digo. Nosotros crecimos con la fantasía de vivir en un lugar mejor, o sea, muy lejos de acá. Tal vez en Europa, tal vez en Estados Unidos. Eso no importaba. Ni tampoco la forma como salir de acá. De ahí el bricherismo. De ahí las búsquedas interminables de las becas en universidades extranjeras. Ya sea por tu intelecto o por tus aptitudes deportivas. Sí. Aptitudes deportivas. Aptitudes que yo, viniendo de una familia sumamente deportista, no heredé. Eso no lo duden. Pero si heredé la pasión por ver deporte.
Desde que tengo uso de razón, el tenis, el squash, la natación, el badmington, el vóley y sobretodo el fútbol, formaban parte de mi vida. Mi papá, campeón de squash y jugador apasionado de fútbol, me invitó a conocer al deporte rey: el fútbol. Ese deporte que mueve las más bajas pasiones cuando se pierde y la más sublime alegría cuando se gana. No por nada se dice que el fútbol es un arte.
Y la pasión por el fútbol y lo que genera en nosotros, los seres humanos conectados con todo nuestro sentido animal cuando vemos a un grupo de hombres correr tras una pelota, la conocí en mi casa a los 7 años, claramente con España 82. Mis tíos, tías, primos, mi mamá y mi iracundo padre, gritaban desesperados al ver cómo la selección peruana jugaba en un mundial. ¡Perú en un mundial! Si hubiera sabido que hasta el día de hoy no los volvería a ver en la más alta competición del deporte rey, hubiera roto puertas junto con mi papi y hubiera vociferado los más innombrables insultos junto con mi tía. Pero así de chiquita, me pegaba más a ver al Naranjito, los dibujitos de la mascota del mundial, que a los partidos en sí. Así y todo celebraba cada partido de Perú con una sonrisa de oreja a oreja. ¿Saben por qué? Porque en mi colegio ponían un televisor A COLOR, ¡ohhhh! A COLOR COMO LO OYEN y dejábamos de tener clases con tal de ser patriotas y avivar por nuestra selección ¡Perú Campeón! Es el grito que repite la afición.
Quiero aclararles que ésta canción del amigo Polo Campos, se escribió para la selección peruana de Méjico 70. Dicen, porque yo no la vi, que fue nuestra mejor selección. De esto ya hace 41 años. ¡Alaaaa! ¿Qué retro que hasta ahora la sigamos cantando no? Claro cambiamos algunos pocos goles en los creativos comerciales pero déjenme decirles que por años yo me preguntaba si esa canción realmente tenía algo que ver con el sentido del fracaso que envolvía a mi generación y que tan fielmente se retrataba con cada una de las dolorosas, punzantes y vergonzantes derrotas que vi desde España 82.
Coincidió con el Mundial de Méjico 86 que me enfermé y gracias a aquella enfermedad pude ver, desde mi cama y ya en tele a color, como Argentina se hacía de la copa y trituraba a los ingleses con la mano de Maradona, o sea Dios, o sea lo odio porque es argentino y no peruano y yo sentada esperando a que llegue la luz perdiéndome los últimos minutos de la semifinal del mundial me preguntaba una y otra vez porque aquí no hay un Maradona que nos dé una alegría aunque sea con trafa y en lugar de eso tenga por jugador referente a Perico León o al Cholo Sotil. ¡Carajo yo quería tener a mi ídolo contemporáneo también! Y ya si me pongo a ver la vida del Cholo Sotil podría hasta deprimirme. De pasearse en Ferrari por las calles de Barcelona a DT en un colegio en Chosica. Eso sí que es bien peruano.
Copa América tras Copa América, o sea, pena tras pena y mundial tras mundial hinchando por Uruguay con mi abuelo que era uruguayo, o gritando por Brasil que son lo máximo, me había hecho a la idea que a menos que emigre a otro país y me nacionalice, no vería al mío en un puñetero mundial. Así entré a mi adolescencia, consolándome de mis desgracias patrioteras mientras gritaba como loca en cada partido que mi hermano jugaba por el Cantolao, después en la U, entendiendo porque nunca llegábamos a un Mundial.
Estadios sucios, sin pasto, con árbitros que cobraban fouls técnicos a arqueritos de 4 años. A papás borrachos a las 11 de la mañana peleándose entre ellos y con los árbitros en partidos de niños de 10 años y vociferando “Rómpele la pierna”. ¿Quién vende chela a las 11 de la mañana de un domingo en un partido de fútbol de menores? Pues Backus el uni auspiciador. Que deportivo ¿no?
Pero como hija de toda familia futbolera, yo soñaba con que mi hermano se fuera del Perú y jugara en el Milan, equipo del cual era hincha. Y ya fantaseaba con casarme con Giuseppe Giannini que no sólo era un futbolista churrísimo de la Roma sino que además era príncipe. Si tenía abolengo señoras y señores. Pero ni me casé con un futbolista, ni mi hermano llegó a jugar en el Milan. Se fue, eso sí que lo logró, lejos de aquí con una gran beca producto de su rapidez en el fútbol y estudió en Nueva York.
Mi coronación como hincha del fútbol se llevó a cabo en Italia 90. En ese mes frío de julio donde todavía había apagones, me desaparecí, me esfumé y me perdí del colegio junto con mi prima. No hubo apagón que me detuviera. Hacía tour por todas las casas que tuvieran luz con tal de no perderme un minuto de mi deporte favorito. Durante todo ese largo mes, nunca pisé mi sacrosanto recinto educativo. Todas las plagas cayeron sobre mí o por lo menos así lo informé a mi tutora y aprovechando un largo viaje de mi mami, no dejé de tirarme la pera para ver cada partido del mundial soñando ver la debacle del gordito Maradona. Jamás hubiera imaginado en ese entonces, que mi amor-odio por Maradona terminaría cuando descubrí que existe en Argentina la Iglesia Maradoniana. ¡Yo también quiero ser parte de!
Pero el tiempo es el tiempo como dicen en el fútbol. Llegué a mi juventud y con el fútbol no habíamos ganado nada. Nada de nada. Naca la piriñaca. Niente. El Mundial de Estados Unidos 94 quedó grabada en mi retina con los divertidos comentarios de Germán Leguía. “Ese arquero no se eleva ni con un troncho” y “Valderrama no cabecea ni en los bares” lograron el despido inmediato de Leguía pero me volví su hincha para siempre. ¡Regresa carajo que se te extraña!
Y ustedes se preguntarán ¿Y dónde estaba la selección peruana? En donde más pues: En su casa, chupando en las esquinas de sus barrios o haciéndose los papiriquis con sus aparatosos carros comiendo ceviches a media mañana. Eso sí que es dedicación de atleta.
Así y todo me iba con mi papá al estadio a ver las eliminatorias. Yo siempre digo que uno tiene que ir por lo menos una vez en la vida, así como quien hace peregrinación, a ver un partido de su selección en casa. La experiencia es única e irrepetible. Nunca antes había sentido algo así. Cuando subí por primera vez las escaleras hacia la zona de Occidente del Estadio Nacional el corazón se me hizo chiquitito, chiquitito y me empezó a latir tan fuerte, pero tan fuerte, que cuando llegué a las gradas y vi todo el estadio lleno cantando por mi selección, por nuestra selección, pensé que me quedaba ahí, fría. Caput. Finito. ¿Se imaginan si algún día llegamos a un Mundial? No habrá flores de bach, alineación de chacras o sedante natural que pueda evitar que me vuelva loca. Más loca que Shakira con su Piquetón. ¿Envidia sana? De ninguna manera chicas.
Mucha plata he gastado en mi vida por el fútbol. Idas al estadio, almuerzos y lonches en mi casa, antidepresivos y drogas de todo tipo. He insultado y maldecido a varios especímenes que confirmaban que el fracaso de un país se regodea y engalana en su selección de fútbol. ¡Por qué Dios mío! Podría pasarme la vida contando cada una de las anécdotas que me unen al fútbol. Pero ninguna como la de ahora. Ya vencida, convencida y reconvencida que no hay marca país ni canción patriotera que me convenciera que el Perú iba a lograr algo en el fútbol, dejé de verlo en nombre de la poca estabilidad emocional que me queda. He madurado pues, y ya no quería encolerizarme más ni pedirle peras al olmo. Pero llegó Markarian.
Es que así es el Perú pues. Cuando ya nadie da nada por nada en éste país, cuando todo está perdido, cuando somos lo más bajo de lo más bajo, ahí, aparece un no peruano con cero sentido del fracaso. Sin mochila de derrota, ni de complejos, ni de vencidos. Pero con corazón peruano. Como nunca, ésta Copa América la vi a medias, mientras trabajaba, mientras me metía en la cabeza que ya, que estuvo bueno con esto de soñar, pero a los 35 uno tiene que poner los pies en la tierra. Nadie encarrilará a los que como yo, ya asumieron su fracaso. Nadie les quitará esas ansias de chupar en las calles, de no tener vergüenza y poner en ridículo a su patria con polvos en estacionamientos y con mariconadas como hacerse expulsar o lesionarse por el simple hecho de no hacer el papelón del año. Yo cuido mi pierna porque vale en Alemania. Aquí vengo por propina. No por sueldo. No por lo que me corresponde. ¿Por qué tengo que poner el hombro cuando nadie me dio ni para mis chimpunes?
Pero llegó el mago. A trabajar. Y lo logró. Logró lo que nadie había hecho desde España 82. Nos hizo soñar. Me metió la lengua por donde ya saben. Nos mostró lo que habíamos tenido siempre frente a nuestras narices y no habíamos visto por nuestros complejos y nuestras taras. Que si hay gente que quiere jugar al fútbol. Que si alguien trabaja de manera seria, comprometida, sabe lo que hace y no se aprovecha de las circunstancias, genera respeto y compromiso. Por primera vez en años no he escuchado que vienen de gratis y por propina a jugar por su selección. Lesionado o no ahí estoy apoyando a mis compañeros. No importa si ponen Perú Campeón para recibir a la selección en el estadio remozado de un ahora gordo y megalómano Alan. No importa ¡Hay jugadores quien diría! ¡Ahora sobran! ¡Ahora sonríen! ¡Meten la pata y defienden su área!
Tal vez mucho de los jugadores que vemos jugar hoy tienen mucho de mi generación. Tal vez sin saberlo, cargan con la misma cruz que dice cargar Keiko por los “errores de su padre”. Tal vez la leche ENCI no nos dio huesos tan fuertes como prometía. Tal vez Markarian es consciente que la principal traba que tienen nuestros jugadores es ese pasado que nos condena y de la cual, estamos por fin, saliendo de ella. No lo sé. Solo sé que después de tantos años, lloré, por primera vez, de alegría por mi selección. Nunca había tenido esa sensación. Es única. Y no quiero que sea irrepetible.
Pamela Stewart
Bloguera Invitada